Entre el no lugar y la tierra de nadie |
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Los pies de foto que acompañan las imágenes reproducidas en los medios impresos tienen la propiedad de localizar los lugares donde ocurren los hechos que se muestran, ubicar el suceso en su contexto histórico, nombrar a quien o quienes aparecen en la escena (recortada, fragmentada, encuadrada subjetivamente), situarnos ante una traducción que podría quedar ininteligible o en exceso abstracta, incluso fácilmente manipulable. De esta forma adquirimos información adicional al mismo tiempo que, sin embargo, se nos da pasada por el filtro de su autor o del medio en el cual se publica, surgida de sus propias experiencias o ideología, por más que sólo se basen éstas en el hecho de mostrar adecuadamente la imagen y redactar su escueta leyenda.
En el ámbito artístico, los títulos cumplen
una función similar a los pies de foto, pero con una importante
salvedad: tanto si inician o amplían la interpretación
de las propias obras como si la escudan en un genérico y neutral ‘sin
título’, surgen fusionados con la propia obra, forman
parte de ella y son, así pues, netamente subjetivos. El tono
con el que se titula una obra implica una postura ante ella y ante
el propio trabajo del artista; representa una actitud comprometida
y, por esto mismo, también política.
Especialmente en el análisis de trabajos fotográficos o videográficos, donde la imagen reproducible y reproducida está presente gracias a la ayuda de una manufactura industrial, los referentes multidisciplinares son mayores, al tiempo que menos susceptibles de ser relacionados con la tradición artística. Este desquite de lastre historicista (pese a que cada día resulte más difícil de mantener, pues estos nuevos lenguajes han sido profunda e igualmente asumidos por el sistema cultural y su industria) permite, sin embargo, una redefinición del mensaje, un reajuste de las búsquedas, una ampliación de miras que convierte el análisis de nuevo en vasto campo de influencias y matizaciones, aunque dirigido hacia otras direcciones; una complejidad hasta hace poco desconocida. En este sentido, la fotografía como medio –incluso exclusivamente orientada al mundo del arte y desarrollada a través de sus mecanismos específicos de difusión, venta y exposición- acarrea unas connotaciones que derivan de los mass media, de Internet, de la publicidad, del cine, de una historia de imágenes corta pero extrañamente intensa y desbordada de interpretaciones.
Los títulos en las obras de Lynne Cohen parecen perseguir
una búsqueda precisa de estándares, es decir, una intencionalidad
en documentar e igualar categorías, sin importar en absoluto
el emplazamiento en que se encuentra la escena fotografiada; equiparando
modos de comportamiento, limando las distancias y diferencias geográficas,
y empleando la globalización como una media aritmética
extraída entre elementos diversos. De hecho, el anonimato de
los espacios fotografiados es máximo, apenas sutilmente indicado
en los textos de algunos letreros o carteles presentes en las fotografías,
coronando las puertas de acceso hacia espacios que no se muestran.
Los laboratorios, las clases, los spas o balnearios, las instalaciones
militares, los pasillos o salas de espera…, son todos lugares
de trabajo o de paso, sitios despoblados en ese justo instante en
que, sin embargo, queda absolutamente patente la impronta humana,
su influencia en la construcción de un mundo que le define
en su ausencia.
Por otra parte, el empleo de la fotografía como documentación no sólo es una cualidad intrínseca del propio medio y prácticamente su función primigenia, también en el ámbito artístico esta finalidad se ha mantenido vigente a lo largo de su trayectoria histórica e incluso ha vivido un extraordinario resurgir con el archifamoso cuño de la “nueva objetividad”, una renovación de los motivos fotografiados desde la aparente neutralidad objetiva del fotógrafo que -y quizá sea esto lo más definitorio- ubica sus resultados estéticos desde el primer momento dentro del mundo del arte, con sus características propias y sus connotaciones, no en el de la fotografía documentalista o industrial. Sin querer por lo tanto diferenciar sus resultados estéticos de los propios obtenidos por pintores, escultores u otros artistas. En este sentido, la obra de L. Cohen destaca de entre la mayoría de los más sobresalientes fotógrafos agrupados bajo esta nomenclatura sobre todo porque escapa voluntariamente de la grandilocuencia espectacular de los espacios registrados por ellos en numerosas ocasiones (por ejemplo en bastantes de las escenas de interiores de Candida Höfer, por citar a una fotógrafa cuya obra en determinados aspectos podría habitar lugares comunes), a la vez que también se desmarca de la parca sobriedad de los renovadores y padres figurados de este resurgir, Bern & Hilla Becher, que buscan la repetición formal, con idéntico encuadre, de unos motivos per se muy parecidos entre sí, a modo de catalogación de elementos apenas diferenciadores. Si bien es cierto que en las imágenes realizadas por L. Cohen en los años 70, coincidiendo con que el tamaño de las obras se limitaba al del propio contacto del negativo de gran formato, la artista “pensaba que sólo había un lugar desde el cual hacer la fotografía (…) como si un par de huellas de papel estuvieran pegadas al suelo para indicar el punto desde donde encuadrar las imágenes” , esta búsqueda de una simetría idéntica a la existente en las escenas (visión exclusivamente frontal) dejó de ser un motivo y, así pues un fin, coincidiendo con la ampliación de las imágenes a medio y gran formato. A partir de este paso de ampliación, su trabajo se observa de otra manera, se lee con mayores datos, se interpreta como una obra tridimensional (para ello ayuda enormemente la textura figurada de los marcos, siempre chapados con Formica de diversos colores, simuladores de otros materiales) a la vez que actúa como ventana, perfectamente remarcada, o incluso como espejo de una sociedad que, sin embargo, sigue extrañándose de los métodos desarrollados por su propia extravagancia.
Los títulos (Spa, Laboratorio, Clase, Instalación militar,
Fábrica, Sala de estar, Estudio de grabación…)
nos presentan espacios ilocalizables geográficamente, pero
no política o socialmente. Su rastro nos lleva hasta los genéricos
que engloban el completo de su obra fotográfica. Un primer
catálogo monográfico reunía la obra de los años
70 y 80 bajo el título “Occupied Territory”, clave
militar que se vuelve a utilizarse en el más reciente “No
Man’s Land”, convertido asimismo en el título de
la serie de obras realizadas desde los años 90 hasta la actualidad.
La conexión con el lenguaje militar no es, en absoluto, casual.
Para la artista, y en clave de humor, “tal vez esto sea así porque
hay demasiado camuflaje”, tal y como concluye la entrevista
publicada en este último catálogo . El camuflaje actuaría
como elemento físico (precisamente en esa presencia difusa
de espacios que no se sabe dónde están, si son o no
reales, si resultan escenografías preparadas ex profeso o,
como en realidad sabemos después, existen tal y como se muestran)
y como elemento político, en el sentido de que por debajo de
las escenas, de su carácter estético, subyace la contención
de su poder interpretativo: una mascarada que se escuda en la ironía
y el empleo de lo grotesco para criticar unas decisiones y conductas
asumidas con naturalidad y apatía generalizada.
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